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«Tenemos que abocarnos a la gente, y entre la gente están los pobres»

Monseñor Matías Vecino

Este lunes 30 de septiembre fue ordenado obispo, monseñor Matías Vecino, obispo titular de Idrica y Auxiliar de la Arquidiócesis de Santa Fe de la Vera Cruz, y luego de 16 años exactos de haber recibido la ordenación sacerdotal de manos de Mons. José María Arancedo.

La ceremonia tuvo lugar en la Basílica Nuestra Señora de Guadalupe, fue presidida por Mons. Sergio Fenoy, y comenzó puntualmente a las 19 horas, como estaba previsto, ante una iglesia atestada de fieles. Los scouts colaboraban para mantener despejadas las zonas destinadas al clero, que sumaban alrededor de 100 sacerdotes y unos 15 Obispos, un número similar de seminaristas.  

Presencia de una iglesia joven: 100 sacerdotes, mayores y no tanto… la basílica explotaba de gente: arriba junto al órgano, algunos que habían podido “colarse” para seguir la ceremonia desde los costados del camarín de la Virgen, dos enormes pantallas dentro de la Basílica, una en cada ala, y otra fuera, donde decenas de fieles seguían la ceremonia desde la explanada de la Basílica. 

Tras la plegaria de ordenación y la entrega de las insignias proprias como anillo, la mitra, báculo, la Basílica estalló en un sentido aplauso: el pueblo necesitaba hacerse presente y manifestar su cercanía en estos instantes. La escena se repitió luego, cuando los obispos presentes le brindaron su abrazo, como gesto de sienvenida al colegio episcopal.  

Durante la consagracion del Pan y el Vino, el silencio reinante se cortaba por un murmullo grave, y claro, de cientos de voces que se unían en las palabras de la consagración.  

Cerrando la ceremonia, el pueblo volvió a estallar en aplausos tras el caminar y la bendición al pueblo del nuevo Obispo por el pasillo central.

Sin dudas, se trató de una manifestación de la Iglesia que está viva, y acogió con amor y esperanza el don recibido.


Audio de Mons. Vecino con los medios de comunicación

Enlace al video de la celebración


Desgrabación de la homilía de Mons. Sergio Fenoy

Quiero agradecerles, como lo hacía al comienzo de la misa, toda la preparación de este día, sobre todo, agradecer el clima auténtico de oración que han mantenido en sus comunidades preparando esta celebración. Porque una vez más, como un pueblo fiel, nos han enseñado, con la espontaneidad de su devoción, que sin la oración toda acción puede parecer vacía. Y el anuncio, aún el más cierto, puede no conmover a nadie, puede no tener alma. 

Por eso sabemos que en la Iglesia toda iniciativa es de Dios. Él es el origen, Él es el protagonista, a Él celebramos y nos dirigimos en esta tarde. 

Tranquilo, Matías, lo ponemos a Dios en primer lugar. 

Y todos descansamos, poniéndolo a él en primer lugar, nos vamos ubicando nosotros. ¿No cierto? 

Quisiera que volvieras al evangelio, esa imagen muy litoraleña, por otro lado; como tantas escenas del evangelio al lado del agua, de los pescadores; porque te puede serenar. Si es que te hace falta serenarte, hoy. Pero te puede serenar.  

Ver esos pescadores sentados, tomándose su tiempo para ir separando lo que sirve de lo que no sirve. Es una imagen muy hermosa. Es el tiempo, es el precioso tiempo que Dios nos da, para examinar con atención, con cuidado. Para discernir, diríamos nosotros, sentimientos, emociones, pensamientos, tantas cosas. Vamos tomando algunas, vamos dejando otras. Las que no sirven, las que pesan, las que no valen.  

Bueno, yo te invito en esta celebración a que serenamente te sientes con tiempo y puedas hacer en tu corazón este discernimiento, mientras se va desarrollando esta celebración. 

Yo te propongo tres momentos para que tomes lo que vale. Creo que esos tres momentos valen mucho.  

El primero, otra vez a la orilla del lago, cuando pasa Jesús y llama a sus discípulos. El origen de tu vocación. Que vayas al comienzo de tu vocación, al pasado, sí, al origen, al comienzo; donde todo ha empezado.  Donde este día se fue preparando. 

Cuando escuchamos el mandato apostólico recién del Santo Padre, en realidad, lo que nos está diciendo el mandato del Papa, es que es Dios es quien ha pronunciado tu nombre. Fue Jesús la noche en que oró por sus apóstoles. Fue Jesús el que llamó a orillas del lago, el que pronunció tu nombre.  

Muchas veces te van a preguntar, ¿cómo llegaste a obispo? ¿por qué llegaste? Que si tuviste que estudiar más. Vieron lo que todos nos preguntan cuando hacemos una visita y se interesan. Tenés que tener la seguridad que ha sido Dios quien ha dicho tu nombre.  

Y en un mundo tan frágil, donde se rompen permanentemente los vínculos y vivimos a los tropiezos, de fracturas en fracturas, donde todo sucede, empieza y termina, y hay tan poca estabilidad, poder celebrar esto…, que es casi un milagro. 

Yo pensaba hoy, nuestros ojos están viendo lo del lago, porque estamos viendo lo de la vocación de Matías, lo que llamamos la sucesión apostólica. Los obispos van a imponer sus manos sobre tu cabeza repitiendo un gesto que comienza allá y que nunca se ha interrumpido en la Iglesia: es un milagro. Ese amor de Dios que elige y que consagra nunca se interrumpió.  

El otro episodio, otra vez en el lago, después de desayunar, lo dice Juan, cuándo Jesús resucitado le pregunta a Pedro si lo ama; y si lo ama, tiene que apacentar, tiene que cuidar. Bueno, creo que esto es un presente, es la madurez. 

Esta pregunta que Jesús te vuelve a hacer hoy, ¿me amas?, requiere que sepas antes que nada que él conoce tus traiciones, conoce tus heridas, conoce tus pecados, como conocía los de Pedro, y sin embargo insiste y quiere hacerte testigo de su resurrección. Frente a un mundo lleno de indiferencia, también, de desinterés por el otro, de anonimato, de individualismo. En un país, en una ciudad, en una región cada vez más empobrecida, más deshumanizada.  

Qué bueno es que el Señor te invite a amar y a cuidar, que para Él es lo mismo: amar y cuidar. Y para que tengas la fuerza te va a cubrir con su Evangelio. Mientras pronunciemos las palabras de la consagración, el Evangelio será tu techo, tu escudo. Estarás debajo, bajo la sombra del Evangelio. Quizás para que vuelvas a enamorarte de Él. Para que vuelvas a encantar a tu gente con su alegría. Para que sepas responder a tantas necesidades de nuestra gente, con la palabra del Evangelio que te cubre, que te rodea.  

Y por último, al final del Evangelio, a veces en el monte, a veces en el cenáculo. Vayan y anuncien, vayan y hagan mis discípulos: la misión. Es el futuro.  

Como obispo tendrás una primera misión, que te traerá muchas cruces y dolores, que es sostener la unidad y la comunión en la Iglesia. No hay nada que justifique nuestras divisiones: nada, ningún argumento, nada, y sin embargo están y son dolorosas. Y la herejía que más arruina el rostro de la Iglesia es la división entre nosotros. Por eso será tu primera tarea, tendrás que consagrar toda tu vida, tendrás que aprender a tejer y a remendar, porque muchas cosas las encontrarás rotas. Y bueno, tendrás que tener paciencia para tratar de rescatar lo que se puede, muchas veces ceder. Parecerás débil. Tenés que salvar la unidad. 

Vas a sentir el óleo en tu cabeza, que simbólicamente debería llegar hasta tus pies. El óleo es el signo de la unidad, así como llega y toca, y sigue, y no queda nada sin que lo abarque, así deberás trabajar por la unidad. Cuando sientas el Crisma, sentite enviado por el Señor, en un mundo que vive en guerras, que vive en oposiciones, que se desgarra. En un mundo en el que nos peleamos, en el que encontramos tan pocos acuerdos, en que nos gritamos: vas a defender la unidad.  

Y bueno, no puedo no recordar a nuestra hermana, que en un día como hoy ha entrado en la vida, a Teresa de Lisieux. Has querido estampar su nombre en tu escudo. Y es este día, el de su muerte, en el que recibís su consagración. 

Yo quiero de nuestra hermanita tomar una frase. Es cuando se encuentra en su peor momento. Hoy lo recordábamos en la mesa. En la noche de la fe, hacia el final de su vida, en la oscuridad más profunda, ella dice que el Señor le ha dado a gustar, a probar el pan del dolor y la ha hecho sentar en la mesa de los pecadores. Es una más. Y le dice a Jesús, no quiero levantarme de aquí hasta que vos no lo permitas. Me quiero quedar acá, con ellos, con los últimos. 

Teresita que se hace así hermana y compañera de los últimos, de los que no tienen esperanza, de los que nosotros condenamos, de los que creemos que no tienen salvación, de los despreciados. Ella se sienta allí y se queda allí, y come con ellos.  

Yo te deseo en este día que ella te tome de la mano y te sientes en esa mesa, y que nunca te levantes hasta que Jesús quiera hacerlo. Y que con ella creas en el amor, porque eso es lo que ella testimonia, ella cree en el amor del que es capaz todo hombre, aún el que nosotros consideramos perdido, irremediablemente. Ella cree que en ese corazón el amor se puede volver a encender. 

Por eso, con ella, de la mano, sentado en esa mesa de los últimos, testimoniá la esperanza, en tantas noches que tendrás que vivir y en tantas tormentas que el Señor te va a regalar. 



Desgrabación del mensaje de Mons. Matías Vecino

Me pidieron que diga unas palabras finales, cuando termina la misa y la verdad que preparar unas palabras de agradecimiento me resultó una tarea inmensamente difícil. Porque es tanta la gente, a la que le debo tantas cosas, que es inimaginable. 

Y se me ocurrió que podía empezar al revés, Vo a empezar agradeciendo por el final. Por eso, le agradezco primero al Santo Padre Francisco que me eligió para desempeñar este ministerio, me consideró digno de incorporarme al colegio de los apóstoles y a quien espero ser plenamente fiel.  

El magisterio del Papa Francisco, en estos años de mi vida sacerdotal, desde el 2013 hasta ahora, ha sido por un lado muy luminoso, pero por otro lado también profundamente desconcertante, porque tocó aspectos y temas que me desestabilizaron mucho; y para bien. Ciertas estructuras no evangélicas que no tenía en ni corazón, en mi vida, y no evangelizadas y que no sospeché que estaban ahí. 

Que leyéndolo, que escuchándolo, que viendo sus gestos, bueno, para mí, la verdad que fue un lindo todo eso. Así que espero que partir de ahora, como obispo estar cada vez más en comunión con su pensamiento.  

Pero, como les decía recién el Papa es como el último eslabón, por eso digo arranco por el final. No porque no sea importante el Papa. Por favor no arranquemos mal (risas); sino porque es el último eslabón de una enorme cadena, una larguísima cadena, que arranca desde muy temprano en mi vida. Y que también, no solamente en mi vida familiar, sino en la vida de la Iglesia. Algunas personas las conozco, de las que están acá o que no pudieron venir, y otras no, pero sé que estuvieron rezando todo este tiempo por mí.  

Bueno, primero, obviamente, a mi familia que tuvo inmensamente mucho que ver con esto, y también misteriosamente. Los que me conocen, saben. Mi viejo y mis abuelos que están en el cielo, mi mamá, mi hermana, mi cuñada, mis sobrinos, primas, tíos. Mis amigos de inquebrantable fidelidad, tendrían que hablar ellos de todas las enseñanzas, las correcciones, los abrazos, las escuchas, las charlas. 

Mis maestros, docentes, catequistas que andan por ahí. Formadores del seminario, los obispos, los párrocos, de los cuales algunos también ya están en el cielo. Mis hermanos sacerdotes, a quiénes amo con todo mi corazón. Los compañeros de mi diócesis, los que son de otra diócesis. Mis compañeros del seminario, algunos no llegaron a sacerdotes, pero también me dejaron un montón. Las comunidades que me vieron crecer, que me aguantaron los defectos, que me empujaron a evangelizar. Mis compañeros y colegas de curar. Y tanta gente, tanta, tanta gente. Bueno, no podría nombrarlos a todos. 

Hace mucho que venía experimentando como el realismo prácticamente material de esta presencia y de las palabras de Jesús en el Evangelio, que dice al que deja madre, padre e hijos, casa, campo, por mí y por la buena noticia, le voy a dar el ciento por uno en todo eso, y es así. La verdad que es así.  

En mi vida, el afecto se multiplicó enormemente a partir de mi decisión y de la decisión de la Iglesia y del señor, de ser sacerdote. Realmente esto que decía el papa Benedicto, que Dios no te quita nada, y que te lo da todo, lo vengo experimentando cada vez más. 

Cuando me senté a hacer la lista de invitados en 15 minutos dije ya está, no la hago más, porque era imposible. 

En este último tiempo, desde que el Papa me nombró y que se hizo público el nombramiento me conmovió muchísimo cómo la Iglesia de Santa Fe, lo decía Monseñor Sergio recién, se movilizó a través de las celebraciones eucarísticas, de las cadenas de oración, de los sacrificios, los ayunos, los rosarios, de las publicaciones en las redes; y eso que yo no tengo redes, pero es impresionante lo que todos ustedes rezaron por mí.  

Los sentí tan cerca durante todo este tiempo, cada vez que veía algo… Por ahí en la parroquia donde estaba, por ahí aparecía alguna cuestión en los grupos de WhatsApp. Pero soy consciente, o no, tal vez no soy tan consciente de todo ese amor que me brindaron todo este tiempo. Personas que me escribieron, que me querían conocer, comunidades que me invitaron a visitarlos, yo siendo párroco, y ya me pedían que vaya, que los visite, que tome una confirmación. Fue un poco abrumador también.  

Desconocidos que se hicieron cercanos, como el buen samaritano. Ahí hay un entramado de fe, de amor, y una serie de vínculos invisibles e imperceptibles a los ojos humanos o a la lente de los medios de comunicación. Y tiene un poder y una presencia inconmensurables, y que brota en estos momentos.  

A veces nos sentimos solos en nuestra vida de fe, remándola en dulce de leche, pero en estos momentos nos damos cuenta de que somos un montón y que nos tenemos los unos a los otros. 

Me hicieron palpar y sentir casi de manera física esa presencia invisible que todo lo abraza y todo lo penetra, y es la vida de la Santísima Trinidad en la Iglesia. Comunidad animada por el Espíritu, la esposa de Cristo, la hija del Padre. La Santa Trinidad de personas, el Dios que nos vino a traer Jesucristo. 

Bueno, en última instancia, tal vez, obviamente que es más importante, se lo agradezco a él, a ellos, a esta cantidad de personas que en este tiempo vi reflejado en ustedes. Todo eso es una chispa de ese Dios, a quien agradezco enormemente tantos regalos, tantos dones que me ha dado durante toda la vida. Y los santos, los que ya me acompañan en el cielo, algunos canonizados, otros no, que fueron viejitas de la parroquia, ministros que han rezado por mí, que han entregado la vida, a quien tal vez les hice el responso, que fui el que les di los últimos sacramentos. Toda esa gente, siento que está acá y siento que intercedió por mí en todo este momento. 

Así que bueno, a todos ellos, muchas gracias.