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«María dio a luz a su Hijo primogénito,  
lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre  
porque no había lugar para ellos en el albergue» (Lc. 2,7)

 

Por un decreto del emperador romano, María y José se vieron obligados a dejar su gente, su casa, su tierra y ponerse en camino para ser censados. En su corazón iban llenos de esperanza y de futuro por el niño que vendría; sus pasos en cambio iban cargados de las incertidumbres y peligros propios de aquellos que tienen que dejar su hogar. 

Lo más difícil fue llegar a Belén y experimentar que era una tierra que no los esperaba, una tierra en la que para ellos no había lugar. Allí, en medio de la oscuridad, en medio de un mundo, que pareciera que quiere construirse de espaldas a los otros, se enciende la chispa revolucionaria de la ternura de Dios.  

María y José, los que no tenían lugar, son los primeros en abrazar a aquel que en su pobreza y pequeñez denuncia y manifiesta que el verdadero poder y la auténtica libertad es la que cubre y socorre la fragilidad del más débil. 

En los pasos de José y María se esconden nuestros pasos. Muchos de ellos, cargados de esperanza, cargados de futuro. En otros, en cambio, son pasos que tienen solo un nombre: sobrevivencia. 

La fe que ilumina la noche de Navidad, nos mueve a reconocer a Dios presente en todas las situaciones en las que lo creíamos ausente. Él está en el que llega sin avisar, en el que camina por nuestras ciudades, pueblos y barrios, tantas veces irreconocible; en el que golpea nuestras puertas. 

En el Niño de Belén, Dios sale a nuestro encuentro para hacernos protagonistas de la vida que nos rodea, para animarnos a dar espacio a los otros, a no tener miedo a ensayar nuevas formas de relación donde nadie tenga que sentir que en esta tierra no tiene lugar. Se nos ofrece para que lo tomemos en brazos, para que lo alcemos y abracemos. Para que en él no tengamos miedo de tomar en brazos, alzar y abrazar al sediento, al que está de paso, al desnudo, al enfermo, al preso (cf. Mt 25,35-36).  

Dios nos invita a hacernos cargo de los que han sucumbido bajo el peso de esa desolación que nace al encontrar tantas puertas cerradas, por eso, agradezco profundamente el testimonio de tantos hermanos y hermanas que, casi siempre en silencio, y movidos por la imaginación del amor, hacen de sus vidas un don para los demás, ayudándose mutuamente y compartiendo lo que cada uno puede ofrecer, para recordarnos que en este mundo hay lugar para todos y que le Iglesia está llamada a ser siempre la casa abierta del Padre. 

Estamos a las puertas del Año Santo del 2025, dedicado a la esperanza, que nace del amor y de sentirse amado: Dios nos abraza a todos en su infinita misericordia y nos impulsa a hacer lo mismo. Esto es lo que el Señor nos ha dicho que hagamos, que es amarnos los unos a los otros como Él nos ha amado. 

Pidamos al pequeño Niño de Belén, que su ternura nos mueva a reconocerlo en todos aquellos que llegan a nuestra puerta, a nuestra historia y a nuestra vida.  

¡Feliz Navidad! 

 

+ Sergio Alfredo Fenoy
Arzobispo de Santa Fe de la Vera Cruz
Navidad del Señor 2024

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